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Cayendo en el romanticismo inútil de una mirada pasajera, te siento en este momento como una gota de lluvia que se escurre de mi embatida cabeza. Volteo la vista a tus pasos, alejándose entre las ondas de los charcos. El humo y las piedras aún no lo saben, sin embargo, te ocultan a mi, insensibles de cuanto puedan mis gritos corromper entre las almas que me escuchan. Tu rostro complaciente, de una ternura inquietante, me hiere, me provoca una amargura de intranquilidad. Una cara clavada en la mirada vacía de un ciego. Hay un dolor y un temor a tener, a tenerte. Como el aullido de un lobo en la montaña, que siempre disfruta pero que jamás logrará retener, porque está destinado a viajar con el viento y a caer a la tierra envuelto en hojas y cenizas para morir entre los dientes de la lejanía. Eres una pequeña realidad andando, intermedia en las utopías de un sueño joven y profundo, refugiado dentro, sobre mi mente. Si te viera ahora, sé que te cuidaría como alguna vez cuide las estrellas, y te mostraría los abismos profundos y las oscuras simas para que jamás tuvieras miedo. El día del vuelo final te llevaría como una brisa ligera sobre mi espalda. Sin embargo, solo sigo viendo las ondas del agua que hacen tus pisadas y que se desvanecen lentamente en medio de la lluvia. Estoy mojado, mas aún siento tu calidez. Las ondas cesan. Han desaparecido ante la vista de la noche, pero todavía están aquí tus huesos y tus cabellos, tus zapatos y tu bolsa, tus ojos y tus manos inolvidables. Todo está aquí, las ondas se fueron pero nada ha cambiado. Es exquisita la sonrisa dibujada ahora en tu cadáver.